jueves, 2 de enero de 2014

Vuelta.

Las gargantas más rotas eran el patrón de la mía propia. El silencio empezó a salir siempre de mi boca.
Los nudillos eran el reflejo de una rabia, de una furia, que sólo reflejan las farolas.
Porque al igual que yo, y miles de furiosos, sólo se encienden de noche.

Cuando pasaba lo más bonito, yo me volvía loca. Os prometo que empecé a ver su voz, y a escuchar sus ojos. A acojonarme al final del todo y a ver la luz al principio del túnel.

La historia de cómo me río cada día. Siempre pensando en que la máxima de hoy será mañana.
Nos endurecemos y hasta llegamos a pensar que sentir no es obligatorio. Que la intensidad no tiene que ver con nosotros. Que utilizar un paraguas es parar la lluvia. Que no podemos perdonarnos. Que sólo podemos empezar de cero el uno de Enero. Que el tacto es sólo un sentido más, y el gusto nos rinde pleitesía.

La historia de cómo volví a decidir quererme ir.
Así fue como me embalé por una cuesta en dirección a la más absoluta derrota. A más velocidad más suave me sentía. Hasta que lo más áspero volvió a tocarme. La puta ilusión.
Me di otra oportunidad y me vacié. Me había perdido para encontrarme. Fue la  locura más profunda.

Decidí darme a la fuga, pero me di a la bebida. 
La luna se me puso tan fácil que ya no quise alcanzarla.
Y con las mismas que me fui, decidí volver.

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