Las gargantas más rotas eran el patrón de la mía propia. El
silencio empezó a salir siempre de mi boca.
Los nudillos eran el reflejo de una
rabia, de una furia, que sólo reflejan las farolas.
Porque al igual que yo, y
miles de furiosos, sólo se encienden de noche.
Cuando pasaba lo más bonito, yo me volvía loca. Os prometo
que empecé a ver su voz, y a escuchar sus ojos. A acojonarme al final del
todo y a ver la luz al principio del túnel.
La historia de cómo me río cada día. Siempre pensando en que
la máxima de hoy será mañana.
Nos
endurecemos y hasta llegamos a pensar que sentir no es obligatorio. Que la
intensidad no tiene que ver con nosotros. Que utilizar un paraguas es parar la
lluvia. Que no podemos perdonarnos. Que sólo podemos empezar de cero el uno
de Enero. Que el tacto es sólo un sentido más, y el gusto nos rinde pleitesía.
La historia de cómo volví a decidir quererme ir.
Así fue
como me embalé por una cuesta en dirección a la más absoluta derrota. A más
velocidad más suave me sentía. Hasta que
lo más áspero volvió a tocarme. La puta ilusión.
Me di otra
oportunidad y me vacié. Me había perdido para encontrarme. Fue la locura más profunda.
Decidí darme a la fuga, pero me di a la bebida.
La luna se
me puso tan fácil que ya no quise alcanzarla.